jueves, 13 de octubre de 2011

Los derechos del divulgador

Martín Bonfil Olivera 
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM 

Ponencia para el IX Congreso Nacional de Divulgación de la Ciencia y la Técnica
5 al 7 de abril de 2000, Morelia, Michoacán 

Amar es, finalmente, hacer el don de nuestras 
preferencias a aquellos a quienes preferimos 

Daniel Pennac, Como una novela 


El autor francés Daniel Pennac nos ofrece, en su bello libro Como una novela (Norma, 1993) los diez “Derechos imprescriptibles del lector”. Su convicción fundamental, que recorre toda la obra, es que para fomentar la lectura, para abrir las puertas de los libros a quienes se hallan excluidos del maravilloso mundo de lo literario (especialmente a los jóvenes), lo primero y más fundamental es abandonar “el dogma” de que “hay que leer”. Pennac sabe que para invitar a leer, primero hay que abandonar toda pretensión de obligar a leer.

Además de recomendarlo por tratarse de un librito delicioso, creo que los divulgadores de la ciencia haríamos bien en leer Como una novela, de Daniel Pennac, y aplicar sus consejos sobre la lectura a nuestra labor como promotores de la ciencia. Creo que los paralelos que pueden hallarse entre su visión y divulgación de la ciencia pueden ser muy útiles para todos los que nos interesamos por esta última actividad –o por ambas.

Como ya lo he expresado en otras ocasiones y foros, me adhiero a la visión que concibe a la divulgación científica como una actividad esencialmente de difusión cultural. Si quisiéramos ser grandilocuentes, podemos decir que su objetivo es fomentar la cultura científica de la población. Si somos modestos, basta con reconocer nuestra ilusión de compartir aquello que la ciencia tiene de asombroso y apasionante, y recordar que para ello es necesario dar al público las armas para que pueda apreciarlo. Dicho de otra manera, la divulgación científica, concebida con esta visión cultural, aspira menos a educar que a promover la apreciación de la ciencia (en el mismo sentido en que se promueve, por ejemplo, la apreciación del arte).

Los objetivos de la presente reflexión, sin embargo, son otros. Inspirado por la lectura del libro de Pennac, quiero presentar mi propuesta de “los derechos del divulgador de la ciencia”. Y aunque presento sólo nueve de ellos (Pennac, siguiendo los cánones bíblicos, ofrece diez), espero que sirvan para despertar un poco de discusión, de reflexión, o al menos una sonrisa de parte de mis colegas.

Los derechos del divulgador 

1. El derecho a no hablar de temas que no le interesen

La divulgación científica pierde todo sentido si se convierte en algo obligatorio. El mayor fracaso de un divulgador es convertirse en un maestro (aunque probablemente un maestro que logre ser un divulgador será un buen maestro).

Dentro de esta lógica, hablar de un tema por obligación, porque “se tiene que” hablar de él, va en contra de la esencia de la divulgación, que es el entusiasmo, el asombro por la ciencia y el deseo de compartirla con los demás. Deseo que nace naturalmente: los humanos, seres gregarios, no podemos evitar compartir lo que nos gusta.

Un divulgador que comparte algo por obligación se está traicionando a sí mismo y a la esencia de su actividad. Habiendo tantos temas interesantes, ¿por qué hablar de uno con el que no podemos comprometernos por completo, del que no estamos enamorados? Sólo nos arriesgamos a que esta falta de compromiso se note y que nuestra obra tampoco logre interesar ni enamorar al público. Parafraseando a Wittgenstein: de lo que no nos apasiona, más vale no hablar


2. El derecho a hablar de temas que no sean “noticia”

Contrariamente a lo que muchas veces se piensa, el requisito supremo de todo producto de divulgación no es ser novedoso, sino interesante. Aunque las noticias científicas son siempre atractivas y necesarias –el llamado periodismo científico se ocupa esencialmente de ellas–, puede hacerse excelente divulgación sobre temas científicos de lo más anticuado e incluso trillado: las leyes de Newton, el funcionamiento de un foco, el significado de la ecuación de Einstein, el código genético.

Todo depende de la habilidad del divulgador para lograr una obra que capture la mente del público y le permita acercarse a estos conceptos trillados con una perspectiva fresca, interesante, novedosa. Un buen divulgador nunca se dejará detener en su deseo de compartir algo interesante sólo porque no es novedad: al contrario, aceptará la ocasión como un reto para demostrar su amor por la ciencia y para compartirlo. Puede además aprovechar la ocasión para convencer a editores y funcionarios que insisten en publicar sólo “novedades”.


3. El derecho a explicar las cosas de la forma que le parezca más atractiva

Hay ocasiones en que se afirma que un concepto no está “bien explicado” sólo porque la explicación no concuerda con la más usual (y que muchas veces proviene de los libros de texto). Sobra decir que el divulgador de la ciencia, al recrear los conceptos científicos que quiere comunicar para hacerlos interesantes y accesibles al público, tiene no sólo la libertad, sino la responsabilidad de dar a su obra la forma que considere más útil para el cumplimiento de sus fines.

Los expertos a veces tienen problemas para aceptar una versión de la ciencia distinta a la que se maneja en los círculos académicos. Si bien hay que escuchar sus críticas con atención, conviene tener siempre en mente que la divulgación de la ciencia tiene muchos más parecidos con, por ejemplo, el arte o la literatura, que con la ciencia misma. La obra de un divulgador es una creación individual (o colectiva) única, en la que su cultura, destreza y originalidad deben conjugarse para dar un producto capaz de conquistar la atención, la mente y el corazón de su público. Sólo así puede cumplir con su cometido. Y tiene que hacerlo de la mejor forma que pueda, a su manera, corriendo sus propios riesgos.


4. El derecho a no mencionar todos los detalles acerca de un tema dado

La ciencia, por su propia naturaleza, busca la precisión y el detalle. De nada vale un hecho científico si no puede comprobarse con cierto grado de exactitud. Es por eso que no cualquier estudio puede ser considerado científico.

La divulgación de la ciencia,por su parte, si bien aspira a comunicar el espíritu de la empresa científica y la importancia de sus métodos, su forma de abordar los problemas y sus resultados, no necesariamente está obligada a respetar el nivel de detalle que sería requerido en, digamos, un informe científico. Por el contrario: el divulgador, en cumplimiento de su objetivo supremo -la comunicación de las ideas científicas a un público- debe esforzarse por adaptar su mensaje a las necesidades, intereses y características propias de ese público. Esto muchas veces quiere decir que tendrá que seleccionarse sólo aquella información que sea pertinente y accesible a quien va a recibirla. No debe considerarse que la necesidad de podar la información que va a divulgarse sea una pérdida, pues lo que se sacrifica en amplitud, profundidad y precisión de los datos, se gana en claridad, interés y cantidad de público. La divulgación de la ciencia aspira, sobre todo, a capturar a su audiencia; ya tendrá ésta, más adelante, ocasión de conocer los detalles, ya sea mediante obras de divulgación de más alto nivel o mediante la enseñanza formal.

5. El derecho a tener su propia opinión

En muchas cuestiones científicas, sobre todo las más actuales o las más profundas, los propios especialistas no llegan a estar de acuerdo sobre cómo interpretar ciertos datos, cómo expresar ciertas concepciones, qué rutas seguir en la investigación de un fenómeno. Esto, lejos de ser un defecto, es parte esencial del funcionamiento de la ciencia, queel filósofo Daniel Dennett ha llamado “el arte de equivocarse en público”.

El buen divulgador científico, que debe estar lo suficientemente familiarizado con la información como para manejar los hechos y las diversas opiniones con soltura, tiene el derecho a tomar partido y expresar sus opiniones, siempre y cuando las justifique y las ponga en una perspectiva que permita que el lector juzgue por sí mismo. Esto incluye el derecho a dar a su obra la forma que más le plazca, la que considere más útil, más adecuada o simplemente más agradable o interesante.

6. El derecho a cultivar la variedad de divulgación de la ciencia que prefiera

El deseo de compartir la ciencia con el público no especialista puede partir de diversas fuentes. Puede ser un impulso meramente estético, similar al que nos hace montar exposiciones de arte, dar conciertos de música o recitales de poesía: la convicción de que el arte y todas las creaciones del intelecto humano capaces de provocar asombro, placer o reflexión valen la pena de ser compartidas con nuestros semejantes.

Hay también quien está convencido de que la enseñanza de la ciencia en las escuelas tiene profundas carencias y limitaciones, que puedeny deben ser llenadas por los divulgadores. Entre estos dos extremos caben muchas otras motivaciones para el divulgador: fomentar vocaciones científicas, mejorar la percepción pública de la ciencia, democratizar el conocimiento, expresar la propia creatividad, despertar la conciencia social respecto a la importancia, promesas y peligros de la ciencia. Y muchas otras. Lo importante es reconocer que todas son válidas, y aunque en ocasiones lleguen a contraponerse, el arte del divulgador puede lograr que se conjuguen en una misma obra de divulgación.


7. El derecho a equivocarse

La corrección científica llega en ocasiones a convertirse en un verdadero lastre para la creatividad del divulgador. Aunque es indudable que hay que aspirar a la mayor corrección posible en la información que se incluye en una obra de divulgación, es imposible desterrar los errores que, por causas que van del descuido a la falta de claridad en la comprensión de un concepto, aparecen en todo trabajo, sobre todo si es extenso, novedoso o profundo.

La recreación del conocimiento científico que es característica de las mejores obras de divulgación hace que muchas veces se recurra a interpretaciones novedosas, yuxtaposiciones inéditas y versiones que difieren de lo comúnmente aceptado. Suele suceder que estas muestras de originalidad sean vistas como “errores”, cuando son sólo variantes en la forma de expresar un hecho científico.

Errar, por otro lado, es humano. Sorprender a un divulgador en pleno yerro no debe ser motivo para descalificarlo. Por el contrario, sólo quien no se arriesga y repite simplemente la información en su forma original puede estar seguro de no equivocarse. Esta actitud está en directa oposición con el ideal al que aspira cualquier divulgador creativo.

De cualquier modo, para tener derecho a equivocarse, un divulgador debe siempre hacer su mayor esfuerzo para tener una comprensión correcta de los conceptos, estar actualizado y mostrarse siempre dispuesto a aceptar una corrección. Al igual que en la ciencia, sólo la colaboración y crítica de sus compañeros puede evitar que un divulgador yerre el camino y se convierta en un popularizador de sus propias teorías, desligadas de la ciencia que hacen los científicos.

8. El derecho a ser reconocido como parte de la comunidad científica

¿Es “científico” un divulgador científico? ¿O es un mero divulgador “de la ciencia”? La pregunta no tiene mucho sentido, como no sea para reafirmar una convicción discriminatoria y elitista por parte de quienes hacen ciencia. Desde luego, un divulgador no busca principalmente hallar nuevo conocimiento acerca de la naturaleza, pero a su modo -sobre todo si se trata de un buen divulgador, o incluso de un gran divulgador- eso es precisamente lo que hace. Al crear nuevas formas de interpretar, expresar y combinar el conocimiento científico, puede abrir nuevas vías en la comprensión del mundo que nos rodea, arrojar nueva luz en la forma de interpretar los datos aportados por los investigadores científicos. Los magistrales trabajos de Stephen Jay Gould o Richard Dawkins bastan como muestra de estas posibilidades.

Pero aun en el caso de los divulgadores comunes y corrientes, el hecho de dedicarse a una labor que nace de la ciencia, trabaja por ella y la maneja cotidianamente, para compartirla y fomentar su apreciación por parte de la sociedad hace que el empeño de negarles el apellido “científico” se convierta en muestra de un talante mezquino o necio. Si quien comparte la cultura es un promotor cultural, si quien maneja a un cantante es un representante artístico, ¿por qué no sería divulgador científico quien dedica su vida a promover la ciencia?

9. El derecho a cobrar por su trabajo

Cuando se habla de dinero surge el resquemor de estar abaratando o prostituyendo los valiosos bienes que el divulgador pretende compartir desinteresadamente con su público. El lento surgimiento de profesionales dedicados a la divulgación de la ciencia, lo heterogéneo de la comunidad, y la costumbre, nacida de los tiempos en que hacer divulgación era una rareza y un favor, hicieron surgir la costumbre de ofrecer cualquier producto de divulgación sin pedir una retribución por el mismo. Solía ser un “honor” ser invitado a colaborar en una publicación, a dar una conferencia o a participar en la planeación de un museo.

Hoy el reconocimiento por parte de la sociedad de la importancia de la ciencia y su divulgación hacen que, al no cobrar por su trabajo, un divulgador está en realidad obrando en contra de sus colegas y de su disciplina. Trabajar sin pago es una forma de reforzar precisamente el prejuicio que más perjudica la labor de los divulgadores de la ciencia: que su actividad es algo que cualquiera puede hacer, que se hace en los ratos libres, y que no vale tanto como otras actividades más “serias”. Sin detrimento de la tradicional solidaridad que hace que todo divulgador esté dispuesto a ofrecer su colaboración a quien no pueda dar nada a cambio, siempre y cuando muestre interés y respeto por la labor que solicita, es necesario un cambio de actitud entre los divulgadores. Un trabajo bien hecho merece siempre una adecuada compensación; sólo quien no valora su propio trabajo, o quien no quiere comprometerse a hacerlo con calidad, puede aceptar hacerlo sin paga.


Referencias: 
Pennac, Daniel, 1993, Como una novela, Bogotá, Norma.