miércoles, 14 de noviembre de 2012

Palabras sobre mi madre

Palabras pronunciadas en el homenaje a mi madre, Alicia Olivera Sedano,
en la inauguración del las XXXIV Jornadas de Historia de Occidente,
Centro de Estudios  de la Revolución Mexicana Lázaro Cárdenas, A. C. ,
25 de octubre de 2012

Antes que nada quiero agradecer a Luis Prieto, al Centro de Estudios sobre la Revolución Mexicana Lázaro Cárdenas, y todos quienes organizan este evento, el privilegio de decir unas palabras en memoria de mi madre.

Es difícil hablar de mi madre, Alicia Olivera de Bonfil, ante sus queridos colegas. Difícil no sólo por la pena de saber que no volverá a estar en estas entrañables reuniones, que para ella eran, literalmente, el evento del año. Difícil también porque me hace ser consciente de que la Alicia que yo conocí como madre es muy distinta de la Alicia con la que ustedes, sus compañeros en la profesión de la historia, compartieron tantas ideas, pláticas, discusiones y proyectos.

En mi recuerdos más tempranos, mi madre –mi mamá– tenía siempre un chongo y sus ojos maquillados en forma alargada, lo que le daba un aspecto achinado. Años después supe que ese estilo lo conservó desde su época de bailarina en el Ballet Folklórico de Amalia Hernández. ¡Tantos recuerdos de los que podría uno hablar!

Tal vez no sea éste el espacio para centrarme en la excelente, cariñosa madre que fue para mi hermana Alicia y para mí (y también para mis medios hermanos Chelo y Ramón, quienes con su partida también perdieron a una madre). No resisto mencionar, al menos, que Alicia y yo tuvimos la bendición de tener dos excelentes padres (aprovecho para decírselo a mi querido papá, aquí presente). Padres que siempre cumplieron con creces todas sus obligaciones (y no me refiero sólo a las materiales, obviamente). Padres que nos dieron cariño, casa, juegos, paseos (no puedo dejar de recordar la previsión y el orden de mi mamá en esos viajes, donde siempre tenía a la mano todo lo que se pudiera ofrecer, desde un sándwich para el viaje o un bocado para el antojo nocturno, hasta el neceser que permitía curar un raspón o aliviar una piel quemada por el sol. Mi madre, siempre metódica, lista y preparada para todo.)

Pero sobre todo, nuestros padres nos dieron una educación y unos valores que hoy reconozco como excepcionales. Entre ellos acierto a mencionar la lectura, la buena ortografía y redacción, el pensamiento crítico, los buenos modales, el respeto irrestricto a lo diferente, la justicia, la responsabilidad, y muchos otros. Si Alicia y yo somos personas, ciudadanos y profesionistas buenos, decentes y productivos es porque somos hijos de dos personas buenas, dos buenos ciudadanos y profesionistas, dos magníficos padres. Que también sabían cuándo era oportuno administrar unas buenas nalgadas, hoy tan satanizadas y sin embargo tan necesarias.

Lo curioso es que, durante mi niñez y adolescencia, nunca fui consciente de la intensa y constante dedicación que mi madre tuvo a su profesión. Recuerdo, sí que, luego de enviarnos a la escuela, iba a trabajar todas las mañanas (al Museo de Antropología, al Castillo de Chapultepec…). Regresaba siempre a tiempo para darnos de comer, y pasaba la tarde ocupándose de nosotros, hasta que llegaba nuestra hora de dormir. No tengo ningún recuerdo de ella sentada trabajando en casa. Y sin embargo, debe haber sido durante esos años que produjo todos esos libros e investigaciones que luego tanto reconocimiento le merecieron. Me la imagino, ahora, trabajando por la noche, luego de acostarnos, quizá ocasionalmente desvelándose, para lograr tanta productividad.

Fue sólo con los años que llegué a darme cuenta de la cuantía de sus logros profesionales. Algunos todavía los sigo descubriendo con asombro. Las investigaciones sobre los cristeros, el programa de historia oral con superviventes de la Revolución, la investigación sobre la tradición oral sobre Cuauhtémoc, el proyecto “Mi pueblo durante la Revolución”. Los alumnos que formó, su contribución a construir una comunidad de investigadores hoy sólida y pujante… Ustedes conocen mejor que yo todo esto. Y lo digo en serio: mi gran sorpresa es que, siendo su hijo, haya yo sabido tan poco de mi mamá como investigadora.

Probablemente lo que pasa es que nadie es una sola persona: todos encarnamos a varias personas en una. Alicia Olivera Sedano fue la hija cariñosa de mi abuelo, el Dr. Juan Olivera López, y apoyo de su vejez; madre cariñosa para mi y mis hermanos, como ya dije; la admirada y severa tía Lilí de mis primos; la esposa dedicada de mi padre; la investigadora destacada y, lo veo aquí, querida por sus compañeros.

Más allá de su legado como historiadora, que probablemente esté más en la mente y los corazones de ustedes, sus amigos y colegas, que en los documentos, quizá la mejor muestra de su generosidad queda en la vida y la carrera profesional de mi hermana y de mí mismo. Si pude estudiar una carrera y dedicarme a lo que más me gusta –escribir de ciencia; con su muerte pierdo a mi lectora más incondicional– fue, en gran parte gracias a ella. (Mi primer estímulo en ese camino fue, curiosamente, ganar el concurso de composición a la madre en tercero de primaria… recuerdo su cara de orgullo.) Si mi hermana Alicia es una arqueóloga hecha y derecha, que participa en excavaciones de gran interés –últimamente está coqueteando con la paleontología– y ha criado a un joven serio, responsable e inteligente que sin duda será un hombre de bien –Luis Alberto era la alegría de sus últimos años– fue también gracias a su influencia (por supuesto, junto con la de nuestro querido padre).

Mi corazón se alegra de pensar que tuvo tiempo de cosechar: todos los homenajes que merecía los recibió en vida. El emeritazgo por el INAH, en el 2000; su reconocimiento como pionera latinoamericana de la historia oral, en un congreso en Guadalajara, en 2008; el emotivo homenaje titulado “Abriendo caminos”, en la Dirección de Estudios Históricos, y el Premio “José C. Valadés” del Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México, ambos en 2009… Y estoy segura de que si estuviera aquí, estaría agradeciéndoles conmovida que piensen en ella y la recuerden con cariño. Se los agradezco de corazón a nombre mío, de mi hermana y de mi padre.

Muchas, muchas, gracias.


lunes, 20 de agosto de 2012

Esa tontería de la objetividad: Ciencia, realidad y una exposición para ciegos

Publicado en el suplemento Lunes en la ciencia
del diario La Jornada (México),
6 de septiembre de 1999

Imaginemos una exposición de cuadros, pero de un tipo especial: una dirigida a un público de ciegos.

Claro, como la pintura es una de las llamadas “artes visuales”, nuestro primer impulso es pensar que tal exposición carecería de sentido. Pero hay una posibilidad de hallárselo: hacer que una persona con vista normal describa a los ciegos lo que hay en los cuadros. Así, aunque fuera en forma indirecta, ellos podrían tener acceso a su contenido, tener algún tipo de experiencia de lo que hay en los cuadros.

¿Cómo podría ser la descripción de un cuadro? Algo así, por ejemplo: “Una mujer, de gran belleza, recostada en la arena de la playa. Su piel es suave y morena, cubierta de un ligerísimo vello, casi imperceptible. Al acariciarla tiene la suavidad del terciopelo, del durazno. Su cabello es largo, suave y pesado como la seda; algunos mechones caen sobre su frente. Su mirada es profunda y soñadora, sus ojos son del verde de la hojas tiernas de los árboles en primavera. Detrás de ella el mar, de un verde más oscuro, como el de las botellas de buen vino, arroja olas que se deshacen impotentes en espuma contra las rocas de la bahía, produciendo un ruido sordo, a la vez violento y suave. Otras olas llegan simplemente hasta la playa, donde lamen la arena.”

Una descripción así podría lograr que los espectadores invidentes captaran algo de la pintura, algo que no captarían si la pintura no estuviera ahí.

Desde luego, la riqueza de la experiencia que los ciegos pudieran tener en esta hipotética exposición dependería de la capacidad del “narrador” para captar las sutilezas de la pintura, así como de sus conocimientos y su imaginación. Hay una gran diferencia entre la descripción anterior, que incluso recurre a otros sentidos, como el tacto y el oído, y “Hay una bella mujer recostada en la playa, y detrás de ella está el mar”, o incluso entre esta última y, por llevar las cosas al extremo, “Hay una vieja buenísima tirada en la playa”.

Y no se trata de que el “narrador” esté inventando los sonidos del mar o la textura de la piel de la mujer: los está imaginando, pero lo hace a partir de lo que ve en la pintura. Un observador cuidadoso e imaginativo verá más detalles en la pintura que un observador superficial.

Ahora, cambiemos de escenario. ¿Qué pasa cuando los científicos tratan de describir la realidad? ¿Son las teorías científicas metáforas, modelos, aproximaciones a la realidad? ¿O son descripciones exactas, son de algún modo “reales”, “ciertas” o “verdaderas”?

Desde luego, nadie pretendería que una teoría o modelo científico sea la realidad. Los investigadores científicos no crean realidades: crean teorías que describen, explican y hasta predicen el comportamiento de esa realidad que suponemos –no nos queda más remedio que suponerlo– está “ahí afuera”. Afuera de nosotros, de nuestras cabezas, de nuestras mentes.

Y es que de alguna manera, a través de nuestros sentidos, o de nuestros aparatos y experimentos, creemos tener algún contacto con ella. Pero este contacto no es directo: está mediado por nuestra percepción –que siempre filtra, interpreta y en última instancia deforma lo que recibe.

En realidad, cuando decimos que “percibimos” el mundo exterior, nos referimos a que tenemos sensaciones provenientes de nuestros órganos de los sentidos. Éstos, a su vez, reaccionan ante estímulos externos como fotones, ondas sonoras o moléculas volátiles. Estrictamente no vemos un cuadro: vemos los fotones que rebotan en él y llegan hasta nuestra retina.

Pero lo que nos dicen nuestros sentidos no siempre es confiable: a veces nos engañan o nos confunden. Porque, a partir de los datos que recibimos de ellos, nuestro cerebro (¿o es nuestra mente?) construye interpretaciones que nos permiten entender, darle sentido a la información que estamos recibiendo. Y este proceso no es “objetivo”: se trata de una interpretación que nuestro cerebro hace, y aunque trata de hacerlo siempre lo mejor que puede, no está libre de errores (las ilusiones ópticas son el ejemplo más cercano). En esto las experiencias diarias de toda persona y la actividad científica son idénticas. No hay percepción “pura”: siempre hay interpretación.

El científico se parece a los ciegos que asisten a la exposición de nuestro ejemplo. No pueden ver los cuadros, pero pueden formarse una imagen de ellos a través de la descripción de su guía. Para los científicos, el guía serían los sentidos y los aparatos con los que extendemos su alcance. Para tratar de que nuestros sentidos y aparatos no nos engañen, hacemos experimentos controlados. Pero nunca podremos ver los cuadros, nunca podremos tener acceso directo a la realidad.

¿Quiere esto decir que debemos renunciar al ideal científico de tener un conocimiento confiable, un modelo coherente de la naturaleza? No, en el mismo sentido que los ciegos no tendrían por qué renunciar a conocer los cuadros de la exposición. Pero no tendría sentido que se empeñaran en verlos. No pueden verlos, porque son ciegos. Nosotros no podemos “ver” la realidad, sólo construir modelos, metáforas, explicaciones para entender cómo puede ser esa realidad en cuya existencia creemos... ciegamente.

La descripción científica del mundo no es inventada, pero no es una verdad objetiva ni absoluta. No es la verdad, pero es más verdadera que otras “verdades”, como los mitos, o como las fantasías de quienes creen que las luces en el cielo son platillos voladores tripulados por enanitos verdes, o que los cristales de cuarzo absorben las malas “vibras”. En otras palabras, no es que la ciencia sea arbitraria, pero sí es relativa. Sí es una construcción susceptible de ser desechada, de estar equivocada, de cambiar y ser mejorada, de evolucionar. Efectivamente, como afirman quienes la estudian, es un discurso, un texto, un fenómeno social, un modelo mental y muchas otras cosas. Pero está basada en algo que existe, como existen los cuadros de la exposición, aunque los ciegos no los vean. Y es la forma más efectiva, el método más poderoso con el que contamos para acercarnos a la naturaleza, a la realidad. Porque, pese a todo, no queremos renunciar a conocerla. Deseamos conocerla, pero no queremos engañarnos. Ese es el compromiso del científico, y en eso consiste su honestidad: buscar el conocimiento sin olvidar que somos ciegos, pero sin renunciar tampoco a la obra de arte que existe y que está ahí invitándonos a conocerla, a explorarla y, en última instancia, a disfrutarla.


miércoles, 25 de julio de 2012

La otra cara de la vida

Una vieja reseña de un libro más bien malo, pero interesante...
Publicada originalmente en Hoja por Hoja, no. 135, agosto 2008.



La termodinámica de la vida. Física, cosmología, ecología y evolución 
Eric D. Schneider y Dorion Sagan 
México, Tusquets 
(Metatemas, núm. 102), 2008. 
438 págs. 
ISBN 978-970-699-209-3 
Traducción de Ambrosio García Leal 



¿Por qué existe la vida? La pregunta, que intriga a las mentes curiosas desde siempre, adquirió un nuevo matiz en el siglo XIX, cuando la naciente termodinámica, estudio de los cambios de la energía, mostró que los sistemas vivos violan, aparentemente, su segunda ley.

Y es que la famosísima segunda ley de la termodinámica –una de las más importantes de la naturaleza- obliga a que en cualquier proceso la entropía del sistema aumente (que la energía disponible para realizar trabajo disminuya, o que aumente el desorden). Las cosas se enfrían y degradan espontáneamente, pero no al contrario. Los seres vivos, en cambio, crecen, se multiplican y evolucionan, aumentando incesantemente el orden en la biósfera. ¿Cómo es esto posible?

El geólogo Eric Schneider y el escritor científico Dorion Sagan -hijo del famoso Carl y de la destacada bióloga Lynn Margulis- proponen, en La termodinámica de la vida, que la respuesta la proporciona la propia segunda ley, pero expresada en el aforismo “la naturaleza aborrece los gradientes” (gradiente es una diferencia de grado en alguna magnitud –presión, temperatura, potencial eléctrico– entre dos puntos).

Esta afirmación toma en cuenta que los seres vivos son sistemas termodinámicos fuera del equilibrio. A diferencia de las cajas aisladas ideales que considera la termodinámica clásica, los sistemas vivos intercambian constantemente materia y energía con su entorno. En particular, utilizan la abundante energía electromagnética procedente del sol para impulsar prácticamente todos los procesos energéticos de la biósfera.

Y es precisamente este continuo flujo de energía lo que permite que los sistemas vivos adquieran el orden y la complejidad que los caracterizan. Al igual que sistemas físicos como tornados y ciclones, o las hermosas celdas hexagonales de Benard, que aparecen al calentar un fluido en condiciones especiales, los organismos son sistemas termodinámicos fuera del equilibrio en los que el flujo de energía permite la aparición de estructuras complejas.

Esta perspectiva fisicoquímica resulta, si no tan novedosa como quisieran los autores, sí muy importante, aunque ha sido en gran medida dejada de lado en biología; en parte debido al arrollador éxito del enfoque molecular-informacional, centrado en el ADN y los genes, para entender las células, los organismos, la evolución y la ecología. “La biología no es sólo una ciencia histórica: también es un puente entre la historia y la fisicoquímica”, afirman Schneider y Sagan, y muestran cómo esta otra mitad de la historia aporta perspectivas que enriquecen el análisis biológico en todos los niveles.

Si bien el libro resulta interesante, ameno y hasta iluminador (aunque laborioso, por el nivel de información y conceptos presentados), estorba un poco la insistencia de los autores en presentar su perspectiva como una revolución conceptual. “La función original y básica de la vida (…) es reducir un gradiente medioambiental”, proclaman, pero caen en confusiones filosóficas al obstinarse en que ésta sea la “finalidad” u “objetivo” de los seres vivos.

Es claro que los organismos son impulsados y hasta “creados” por la reducción de gradientes, en obediencia a la segunda ley, y es un logro importante que hayamos entendido cómo. Pero los organismos no existen “para” reducir gradientes. Aun si no hubiera vida, el sol seguiría radiando energía a la misma velocidad.

Schneider y Sagan usan demasiada poesía, anécdotas y paréntesis desordenados; demasiados argumentos discutibles o poco sólidos (lo que el fisicoquímico Peter Atkins llama “pensamiento confuso”). Ofrecen una idea bien pensada y documentada, pero poco discutida (se publica como libro; no en revistas científicas arbitradas). Están demasiado a la defensiva y tienen poca tolerancia a las objeciones; fuerzan sus ideas (extendiéndolas hasta la salud y la economía) con tal de defender su “revolución”. Sin estos defectos, su provocador argumento sería más científico. Aun así, vale mucho la pena leerlo, como casi todos los libros del clan Sagan-Margulis.

lunes, 9 de abril de 2012

Mingitorios en mi camino: Tortas Don Polo.

Este modelito no lo había visto. Tortas Don Polo, Félix Cuevas.

miércoles, 7 de marzo de 2012

Un libro que es un cerebro


por Martín Bonfil Olivera

Reseña del libro Gödel, Escher, Bach, una eterna trenza dorada,
de Douglas R. Hofstadter 

México, Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, 1982,
traducción de Mario Arnaldo Usabiaga Brandizzi
(nueva edición: Gödel, Escher, Bach, un Eterno y Grácil Bucle, Douglas R. Hofstadter, Barcelona, Tusquets, 1987,
traducción de Mario A. Usabiaga
y Alejandro López Rousseau). 

(Publicado originalmente en el suplemento de libros Hoja por hoja,  núm. 121, junio de 2007)



Durante diez años guardé un ejemplar de un libro, esperando conocer a alguien que pudiera apreciarlo debidamente. Se trataba de Gödel, Escher, Bach, una eterna trenza dorada, de Douglas F. Hofstadter (en la traducción original del Conacyt, hoy sustituida por la versión española de Tusquets).

La persona llegó, y aunque no sé si finalmente lo leyó, no me arrepiento: pude regalarle lo que considero uno de los libros más maravillosos y estimulantes jamás escritos. Probablemente también uno de los más reveladores.

Tratar de justificar las aseveraciones anteriores sería inútil. Una de las características de la obra maestra de Hofstadter (ganadora del premio Pulitzer en 1980 –la edición original en inglés apareció en 1979 y, claro, nunca superada por su autor) es su barroca riqueza y complejidad.

¿De qué trata GEB (como lo llaman sus fans)? Por supuesto, de la música perfecta de Johann Sebastián Bach, los intrigantes grabados de Maurits C. Escher y el enloquecedor teorema de Kurt Gödel, que puso de cabeza a la comunidad matemática. Pero también, según la Wikipedia, de metamatemática, simetría, inteligencia artificial, sistemas formales, computación, paradojas, budismo zen, genética, biología molecular, lógica, teoría de números, sintaxis, cerebro, mente y cognición, semántica, libre albedrío y determinismo, holismo y reduccionismo, lenguajes de programación, isomorfismos y significado, traducción, forma y fondo, contrapunto, semiótica, códigos, autorreferencia, recursión, auto-organización, y conciencia. Entre otros temas, añado yo.

Frente a semejante avalancha de contenidos -con la que, no obstante, Hofstadter logra tejer una fascinante red de interrelaciones múltiples que mantiene siempre su unidad (logro magistral comparable a una fuga a seis voces de Bach)-, no es extraño que el propio autor tenga dificultades para describir de qué se trata en realidad su libro. Pero en el prólogo a la edición de vigésimo aniversario revela haber descubierto que el verdadero tema medular del libro es la conciencia.

O más precisamente, lo que muchos consideran la pregunta última acerca de la conciencia: ¿qué proceso hace posible que un cerebro hecho de neuronas sea capaz de generar no sólo la mente, sino el yo, la sensación de autoconciencia que permite a Descartes –y a todos nosotros- decir “pienso, luego existo”? ¿Cómo puede el cerebro generar el alma?

Para llegar a su respuesta es que Hofstadter recurre a tan intrincada red de conceptos, comparable sólo con la que forma un cerebro humano. A través de uno de los temas recurrentes del libro –los sistemas con varios niveles y su potencial para dar origen a fenómenos emergentes-, propone el concepto de “bucles extraños” (dos ejemplos sencillos son la paradoja del griego Epiménides, “todos los griegos son mentirosos”, o el par de manos del famoso grabado de Escher, que se dibujan mutuamente).

La idea de los bucles extraños, aunque poderosa, es compleja y todavía no es popular. Para mostrar su potencial, baste decir que el filósofo Daniel Dennett ha construido una teoría formal y esencialmente completa de la conciencia basada en ella. Por su parte, Hofstadter acaba de publicar I am a strange loop (“Soy un bucle extraño”) para profundizar y aclarar el concepto.

Leí GEB en los años ochenta, cuando estudiaba la licenciatura. Lo descubrí casualmente en El Parnaso de Coyoacán. Me atrajeron las pinturas de Magritte que contiene. Me sedujo su estructura en capítulos alternados con ingeniosísimos –y casi intraducibles, por su riqueza– diálogos entre la Tortuga y Aquiles. Me atrapó a pesar de su complejidad, de los ejercicios matemáticos que el autor propone al lector, de sus casi mil páginas. Hoy, veintitantos años después, confirmo que ha sido uno de los libros que han cambiado mi forma de ver el mundo. Compartirlo es difícil, pero vale la pena intentarlo. Ojalá aquel ejemplar, comprado en una librería de viejo y regalado de corazón, enriquezca otra vida.

lunes, 20 de febrero de 2012

Kuhn: el relativista involuntario

Martín Bonfil Olivera

Publicado en  Metapolítica, núm. 49,
septiembre-octubre de 2006, págs. 103-105
 
   

“¿Kuhn? ¡Ya está muy superado!” Fue esa frase, proferida por una amiga historiadora de la ciencia, la que probablemente hizo que cayera yo en cuenta de que en general la influencia que ha tenido el trabajo de Thomas H. Kuhn no es apreciado al grado que yo considero que debiera serlo.

Quizá ocurre con él un poco lo mismo que le ocurre a Freud cuando uno habla con cualquier psicoanalista, sea éste lacaniano, jungiano, frommiano o de cualquier otra tribu (excepto freudiana): todos niegan ser descendientes del psicoanálisis freudiano, aunque es evidente que de ahí parten sus raíces. Sin Freud, el psicoanálisis no existiría. Aunque quizá sea exagerado decir que sin Kuhn la historia y la filosofía de la ciencia no serían lo que son ahora, probablemente habrían tardado más en serlo.

En mi opinión, la obra de Kuhn tiene una importancia central en la construcción de la imagen de la ciencia que tenemos actualmente. Simplemente, porque le dio una dimensión histórica (y no meramente cronológica). Mostró que, más que simplemente acumular más y más conocimiento encima del que ya se tenía, una y otra vez la ciencia sufre revoluciones en las que la visión de la naturaleza que nos presenta cambia radicalmente. De estar en el centro, la Tierra pasa a girar alrededor del sol. De ser inmutables y absolutos, el tiempo y el espacio pasan a depender del estado de reposo o movimiento del observador. De ser constantes desde la creación, los seres vivos pasan a ser producto de un proceso ciego y azaroso de evolución por selección natural. De estar formadas por cuatro elementos, el mundo pasa a ser producto de las combinaciones de algunas decenas de elementos químicos cuyas propiedades periódicas reflejan su estructura atómica. De ser causadas por espíritus, humores o influencias misteriosas, las enfermedades pasan a ser producto de la infección por microorganismos patógenos.

La visión de Kuhn, popularizada inicialmente en un breve artículo en la revista Science y luego en su famosísimo libro de 1962, La estructura de las revoluciones científicas, -que por cierto acaba de ser reeditado en México, en una nueva y mejorada traducción, por el Fondo de Cultura Económica- resultó sorprendente y revolucionario no tanto por mostrar los dramáticos cambios que sufre periódicamente la imagen científica del mundo, sino por afirmar –y mostrar con ejemplos históricos concretos y magistralmente documentados- que en cierto modo no es sólo la visión del mundo lo que cambia, sino el mundo mismo. Antes de Copérnico, la Tierra estaba en el centro del universo; antes de Leeuwenhoek, las bacterias no existían (mucho menos causaban enfermedades).

Ante afirmaciones como las anteriores, es casi instintivo reaccionar con escepticismo (y así lo han expresado ruidosamente algunos científicos airados que se oponen a la “relativización” social de la ciencia, como Stephen Weinberg). Después de todo, si uno cree en la existencia independiente y objetiva de un mundo físico real más allá de los límites de nuestro respectivo cráneo –como creemos la mayoría de quienes nos hallamos fuera de los manicomios–, la idea de que la realidad física de algo como las bacterias dependa de un factor histórico (nuestro conocimiento acerca de su existencia), que cambie con nuestras ideas, suena contraria al sentido común.

Sin embargo, debemos recordar que los seres humanos, en tanto entes psicológicos –conscientes, pensantes– no vivimos en ese mundo físico, del que estamos separados y al que no tenemos acceso directo, sino sólo a través de nuestros sentidos (y las complicadas interpretaciones, ediciones y versiones que nuestros cerebros construyen a partir de los datos que los sentidos aportan). Los seres humanos somos entre mentales y no vivimos en el mundo físico, sino en el mundo de nuestros cerebros y de nuestra cultura. Es en éste mundo que las bacterias literalmente no existían hasta que fueron descubiertas. Y es éste mundo el que sufre revoluciones radicales y constantes cada vez que las ideas de Kuhn se vuelven a ver confirmadas.

El problema con Kuhn fue que, al revolucionar la imagen de la ciencia que teníamos, introduciendo la dimensión histórica, historiográfica, abrió, efectivamente, la puerta a cierto relativismo. No, como afirman sus detractores, el relativismo extremo que afirma que cualquier visión del mundo es tan confiable, correcta o valiosa como la que nos proporciona la ciencia. Definitivamente, las teorías científicas –y las aplicaciones y tecnologías que se derivan de ellas– son mucho más confiables y efectivas que las visiones esotéricas o mágicas. Pero inevitablemente las teorías científicas cambian, evolucionan y, de vez en cuando, se extinguen para ser sustituidas por otras que ocupan sus antiguos nichos ecológicos, o bien otros distintos.

Como bien describe Kuhn, los problemas que bajo un paradigma (su palabra clásica) eran los más importantes, bajo un paradigma distinto pueden no sólo dejar de ser importantes, sino incluso dejar de ser concebidos como problemas. Son este tipo de fenómenos los que, a los ojos de una visión realista ingenua, parecen de un relativismo peligroso. Parecería que la ciencia se debilita al admitir que todas sus teorías son sólo construcciones temporales que tarde o temprano cambiarán –según hemos visto a lo largo de la historia de la ciencia– para ser sustituidas por otras.

En último término, la visión de Kuhn es constructivista: nos muestra que las cosas no existen: se construyen a través de un proceso psicológico y social, histórico, retórico y hasta político. No basta con tener una teoría que dé cuenta de las observaciones y experimentos: hay que ser también capaz de convencer a los colegas, y al público general.

Pero decir que la visión científica del mundo en vez de descubrirse se construye es decir que la ciencia no es un método certero e infalible para adquirir conocimiento sobre el mundo natural, sino un proceso de tipo darwiniano en constante evolución, en que la generación de una diversidad de teorías que compiten por ser aceptadas por la comunidad científica (en gran parte gracias a su capacidad de explicar y dar sentido a los datos experimentales). Esto da lugar al surgimiento, aceptación, reinado y posterior destronamiento de paradigmas. En otras palabras, las ideas de Kuhn fueron el inicio de un proceso, aún en marcha, que está sustituyendo la visión rígida de la ciencia por una imagen evolutiva que es coherente con nuestra naturaleza como organismos vivos y con consciencia, producto de la evolución de nuestros cuerpos y cerebros por medio de la selección natural.

La ciencia se hace así compatible con el resto de la naturaleza: lejos de ser una característica única y distintiva del ser humano, pasa a estar enraizada en nuestras capacidades biológicas, a ser un producto natural de nuestra propia evolución. Como cualquier proceso histórico, el avance –o más bien, la evolución– de la ciencia se convierte en un proceso básicamente darwiniano. Hoy la filosofía y la historia de la ciencia toman en cuenta estos aspectos, y están logrando entender con mayor claridad cómo es que esta cosa llamada ciencia, a pesar de su inevitable relatividad, de sus cambios bruscos, de sus revoluciones radicales, es capaz de dar cuenta del mundo físico en que vivimos con mayor certeza que cualquier otro método.

Thomas Kuhn negó, hasta el final, ser relativista. Hoy todavía numerosos científicos, filósofos e historiadores siguen resistiéndose a sus ideas por temor al inevitable relativización de la antigua imagen certera y marmórea de la ciencia. Pero quizá, si Kuhn hubiera vivido un poco más, se habría dado cuenta que el relativismo no es tan temible como lo pintan, sino sólo una aceptación de que nuestra ciencia, como nosotros mismos, es cambiante y pragmática (que es lo mismo que decir darwiniana). En último término, Kuhn nos mostró que lo que se acepta como verdad científica en un momento dado no necesariamente es lo más cierto, sino lo que mejor funciona.