lunes, 20 de agosto de 2012

Esa tontería de la objetividad: Ciencia, realidad y una exposición para ciegos

Publicado en el suplemento Lunes en la ciencia
del diario La Jornada (México),
6 de septiembre de 1999

Imaginemos una exposición de cuadros, pero de un tipo especial: una dirigida a un público de ciegos.

Claro, como la pintura es una de las llamadas “artes visuales”, nuestro primer impulso es pensar que tal exposición carecería de sentido. Pero hay una posibilidad de hallárselo: hacer que una persona con vista normal describa a los ciegos lo que hay en los cuadros. Así, aunque fuera en forma indirecta, ellos podrían tener acceso a su contenido, tener algún tipo de experiencia de lo que hay en los cuadros.

¿Cómo podría ser la descripción de un cuadro? Algo así, por ejemplo: “Una mujer, de gran belleza, recostada en la arena de la playa. Su piel es suave y morena, cubierta de un ligerísimo vello, casi imperceptible. Al acariciarla tiene la suavidad del terciopelo, del durazno. Su cabello es largo, suave y pesado como la seda; algunos mechones caen sobre su frente. Su mirada es profunda y soñadora, sus ojos son del verde de la hojas tiernas de los árboles en primavera. Detrás de ella el mar, de un verde más oscuro, como el de las botellas de buen vino, arroja olas que se deshacen impotentes en espuma contra las rocas de la bahía, produciendo un ruido sordo, a la vez violento y suave. Otras olas llegan simplemente hasta la playa, donde lamen la arena.”

Una descripción así podría lograr que los espectadores invidentes captaran algo de la pintura, algo que no captarían si la pintura no estuviera ahí.

Desde luego, la riqueza de la experiencia que los ciegos pudieran tener en esta hipotética exposición dependería de la capacidad del “narrador” para captar las sutilezas de la pintura, así como de sus conocimientos y su imaginación. Hay una gran diferencia entre la descripción anterior, que incluso recurre a otros sentidos, como el tacto y el oído, y “Hay una bella mujer recostada en la playa, y detrás de ella está el mar”, o incluso entre esta última y, por llevar las cosas al extremo, “Hay una vieja buenísima tirada en la playa”.

Y no se trata de que el “narrador” esté inventando los sonidos del mar o la textura de la piel de la mujer: los está imaginando, pero lo hace a partir de lo que ve en la pintura. Un observador cuidadoso e imaginativo verá más detalles en la pintura que un observador superficial.

Ahora, cambiemos de escenario. ¿Qué pasa cuando los científicos tratan de describir la realidad? ¿Son las teorías científicas metáforas, modelos, aproximaciones a la realidad? ¿O son descripciones exactas, son de algún modo “reales”, “ciertas” o “verdaderas”?

Desde luego, nadie pretendería que una teoría o modelo científico sea la realidad. Los investigadores científicos no crean realidades: crean teorías que describen, explican y hasta predicen el comportamiento de esa realidad que suponemos –no nos queda más remedio que suponerlo– está “ahí afuera”. Afuera de nosotros, de nuestras cabezas, de nuestras mentes.

Y es que de alguna manera, a través de nuestros sentidos, o de nuestros aparatos y experimentos, creemos tener algún contacto con ella. Pero este contacto no es directo: está mediado por nuestra percepción –que siempre filtra, interpreta y en última instancia deforma lo que recibe.

En realidad, cuando decimos que “percibimos” el mundo exterior, nos referimos a que tenemos sensaciones provenientes de nuestros órganos de los sentidos. Éstos, a su vez, reaccionan ante estímulos externos como fotones, ondas sonoras o moléculas volátiles. Estrictamente no vemos un cuadro: vemos los fotones que rebotan en él y llegan hasta nuestra retina.

Pero lo que nos dicen nuestros sentidos no siempre es confiable: a veces nos engañan o nos confunden. Porque, a partir de los datos que recibimos de ellos, nuestro cerebro (¿o es nuestra mente?) construye interpretaciones que nos permiten entender, darle sentido a la información que estamos recibiendo. Y este proceso no es “objetivo”: se trata de una interpretación que nuestro cerebro hace, y aunque trata de hacerlo siempre lo mejor que puede, no está libre de errores (las ilusiones ópticas son el ejemplo más cercano). En esto las experiencias diarias de toda persona y la actividad científica son idénticas. No hay percepción “pura”: siempre hay interpretación.

El científico se parece a los ciegos que asisten a la exposición de nuestro ejemplo. No pueden ver los cuadros, pero pueden formarse una imagen de ellos a través de la descripción de su guía. Para los científicos, el guía serían los sentidos y los aparatos con los que extendemos su alcance. Para tratar de que nuestros sentidos y aparatos no nos engañen, hacemos experimentos controlados. Pero nunca podremos ver los cuadros, nunca podremos tener acceso directo a la realidad.

¿Quiere esto decir que debemos renunciar al ideal científico de tener un conocimiento confiable, un modelo coherente de la naturaleza? No, en el mismo sentido que los ciegos no tendrían por qué renunciar a conocer los cuadros de la exposición. Pero no tendría sentido que se empeñaran en verlos. No pueden verlos, porque son ciegos. Nosotros no podemos “ver” la realidad, sólo construir modelos, metáforas, explicaciones para entender cómo puede ser esa realidad en cuya existencia creemos... ciegamente.

La descripción científica del mundo no es inventada, pero no es una verdad objetiva ni absoluta. No es la verdad, pero es más verdadera que otras “verdades”, como los mitos, o como las fantasías de quienes creen que las luces en el cielo son platillos voladores tripulados por enanitos verdes, o que los cristales de cuarzo absorben las malas “vibras”. En otras palabras, no es que la ciencia sea arbitraria, pero sí es relativa. Sí es una construcción susceptible de ser desechada, de estar equivocada, de cambiar y ser mejorada, de evolucionar. Efectivamente, como afirman quienes la estudian, es un discurso, un texto, un fenómeno social, un modelo mental y muchas otras cosas. Pero está basada en algo que existe, como existen los cuadros de la exposición, aunque los ciegos no los vean. Y es la forma más efectiva, el método más poderoso con el que contamos para acercarnos a la naturaleza, a la realidad. Porque, pese a todo, no queremos renunciar a conocerla. Deseamos conocerla, pero no queremos engañarnos. Ese es el compromiso del científico, y en eso consiste su honestidad: buscar el conocimiento sin olvidar que somos ciegos, pero sin renunciar tampoco a la obra de arte que existe y que está ahí invitándonos a conocerla, a explorarla y, en última instancia, a disfrutarla.